24 febrero 2007

Alta Guajira















ZULIA.—Waneeshi, piama, apünüin, pienchi… Si usted no es un indio wayúu, probablemente no entenderá el significado de ninguna de estas palabras. Lo mismo les sucedió a los habitantes de la Alta Guajira venezolana, cuando escucharon al profesor cubano dentro del televisor, pronunciando los números uno, dos, tres, cuatro.
No era el primer intento de alfabetización. Durante años, una emisora local, adscrita al “Instituto Radiofónico Fe y Alegría”, había impartido clases para los iletrados, y chocado con la barrera del idioma.
De la veintena de etnias que pueblan Venezuela, la wayúu es una de las más numerosas y aferradas a sus tradiciones. Viven en tierra árida, sin electricidad ni agua corriente, tienen sus propias leyes, y aunque ahora hay médicos cerca, muchos siguen apelando a sus hierbas curativas o al piache –especie de brujo—, si el caso es complicado.
Cinco siglos atrás, cuando la espada y la cruz comenzaron los estragos en las poblaciones americanas, los wayúu se refugiaron en la península Guajira, bañada por el Caribe, donde el clima es tan hostil que desgastaba a los conquistadores, antes de que consiguieran someterlos.
Aquí termina Venezuela y empieza Colombia, o viceversa. Hace mucho que Caracas y Bogotá se dividieron esa tierra, y sus pobladores, con origen y costumbres comunes, no pocas veces unidos por lazos de sangre, pasaron a ser ciudadanos de uno u otro país.
Pero los wayúu de la Alta Guajira no se sentían venezolanos. Nunca tuvieron voz ni voto en el gobierno, ni se beneficiaron de las riquezas obtenidas del petróleo, que se extrae en abundancia cerca de aquí, y en otras zonas del estado de Zulia.
Por ello, el día que un vehículo del ejército cruzó el semidesierto y llegó hasta la comunidad de Jasay, para entregarles una planta eléctrica, un televisor, un video y casetes, Dionisia González tuvo la sensación de que algo había cambiado.
De la misma fibra de cactus con que levantan sus ranchos, hicieron un aula, prepararon pupitres, y corrieron la voz para que los vecinos también se incorporaran a clases.
Solo un problema: muy pocos comprendían al teleprofesor cubano, que apareció en la pantalla impartiendo las lecciones del método Yo sí puedo.
Un traductor sería la solución más práctica; así que buscaron entre los miembros de la propia familia a alguien que supiera español y, mitad en un idioma, mitad en el otro, reanudaron la batalla contra la ignorancia.
Eduvige González no lleva la cuenta de las personas que han aprendido a leer y a escribir con su ayuda, “pero son muchas”, dice. El trabajo del “facilitador” no es sencillo. Además de dominar las dos lenguas, se requieren ciertos conocimientos para adecuar una a la otra.
“El alfabeto wayúu tiene solo 22 letras, seis vocales y 16 consonantes. Hay caracteres del castellano que no utiliza, como la “c”, la “g”, la “q”.
“Con las matemáticas sucede otro tanto, porque las operaciones de cálculo las hacen mentalmente. De modo que hubo que enseñarles los números, y lo que cada uno de ellos significa”.
Todos los días, Lidia desanda a lomo de burro el kilómetro que separa a Jasay de su rancho, para asistir a clases. Es una de las vecinas más próximas, otros viven al doble de esa distancia, porque los wayúu, quienes se unen en familias de 20 ó 30 personas, están habituados a tener mucho espacio libre alrededor.
Aquí aprendió a leer y a escribir hace tres años, después terminó la primaria, y ahora cursa el bachillerato. “El día que pude poner mi nombre me sentí muy feliz, porque nunca pensé que lograría estudiar. Ahora me gustaría hacer una carrera universitaria”.
De acuerdo a la geografía, habría que precisar que en el aula hay siete alumnos de Venezuela y cinco de Colombia, pero entre ellos no caben esas diferencias. “Wayúu somos todos”, aclara Delia González, vocera indígena de la Alta Guajira, y explica que “es injusto pretender dividirnos de esa manera”.
A pocos metros está la frontera que demarca oficialmente un estado del otro, pero el pueblo wayúu es el mismo. Siempre han vivido así y compartido las pocas bondades de la naturaleza.
El cerro de Ipapure –del lado colombiano— por ejemplo, es el lugar común al que acuden cuando hay un enfermo, en busca de hojas de wittou para calmar la fiebre, o aliviar los dolores con atachón, una hierba que, aseguran, supera en efectividad al más potente analgésico.
¿En qué los beneficia estudiar, si son prácticamente los únicos humanos en este lugar? Es la primera pregunta que surge al adentrarse en los caminos polvorientos y remotos de la Alta Guajira.
En nombre de todos, Delia responde: “Antes era difícil decir yo soy indígena. En las ciudades no nos dejaban hablar nuestra lengua ni practicar nuestras creencias; pero ahora estamos en la primera línea del gobierno, se nos consultan las decisiones, se reconoce nuestra cultura y nuestros derechos sobre las tierras que ocupamos desde siempre.
“Por eso hace falta educación, para estar a la altura de la Revolución bolivariana, y poder plantear los problemas que nos aquejan, organizarnos en consejos comunales, y hacer que las instituciones nos reconozcan y nos respeten”.
Tiene razón. Hace 200 años, el Libertador Simón Bolívar lo resumió en pocas palabras: "Las naciones marchan hacia su grandeza, al mismo paso que avanza su educación”. Por ello no interrumpimos más, y dejamos a los wayúu continuar sus clases, en medio del verano ardiente y eterno de la Alta Guajira.